Transcurrido prácticamente un año de que había puesto punto final al Blog en el que conté la historia de nueve años del Teatro de la Universidad de Buenos Aires (el TUBA), que comenzó en 1974 y finalizó en 1983, me dije a principios de agosto de 2011 (el año y el mes en que acabo de cumplir 71): Por qué no contar también, en otro Blog, cómo fueron los años anteriores al TUBA, (1956 – 1973), los años de mi trabajo como director de actores profesionales (supuestamente ya formados), y en los que yo también fui actor y en los que acumulé una experiencia que merece ser transmitida a los jóvenes teatristas de hoy, porque más allá de sus logros y fracasos, incertidumbres y apasionamientos, fue vivida en una época en la que, como me escribió alguna vez Alejandra Boero, “se podía apostar a las utopías”.
En efecto: tuvo mucho de utopía trabajar casi a la intemperie en las carpas municipales, donde se hacían funciones de martes a domingo, con seis funciones seguidas los sábados y otras seis los domingos, en medio de la precariedad más absoluta, porque los camarines de latón no tenían baño y nos cambiábamos juntos las chicas y los muchachos.
En ese entonces no se había inventado el “coach” (que sigo sin saber muy bien qué función cumple), porque quien nos entrenaba era el director de escena, además del entrenamiento que a través del cine nos transmitían tanto Elia Kazan como Luchino Visconti; Ingmar Bergman o Carol Reed. Y ni que hablar del entrenamiento que obteníamos de las lecturas de Barrault (“Soy hombre de teatro”), de Max Reinhardt o de Charles Dullin.
El teatro se aprendía HACIENDOLO, como el oficio de tapicero, el de albañil o el de pintor de brocha gorda. Sagrado oficio el del teatro, que nos permite sacudir la conciencia adormecida de una sociedad...al menos por el término de dos horas; porque después, por desgracia, el público vuelve a sus trabajos mal pagos, a sus miserias familiares, a sus sometimientos a toda clase de despotismos, al ruido machacón de las publicidades y a todo el arseñal de resortes embrutecedores emergentes a toda hora de las pantallas de la indecente televisión.
Quizás mi historia de hombre de teatro no sea demasiado importante, transcurridos tantos años de que sucedió. Pero si a uno, cuatro o diez teatristas jóvenes de algún lugar del planeta produce cierto grado de replanteo frente a su compromiso con la realidad, que los intereses comerciales deforman a diario...habrá valido la pena ponerla sobre el tapete, en forma tan anacrónica y embarullada como lo acabo de hacer en los capítulos precedentes.
Me he permitido la inmodestia de poner una foto de mis años de juventud, porque fue tomada por Ricardo Aronovich, que era fotógrafo municipal (antes de llegar a ser el mejor iluminador del cine francés del siglo XX) cuando yo formaba parte de uno de los elencos que bregaban desde aquellas carpas, en 1958, 1959, 1960...hasta que la barbarie irracional las tajeó, apedreó y finalmente terminó incendiando.
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