Para los que nos iniciábamos en la vida de teatro a mediados de los años cincuenta, en medio de la vorágine contestataria del movimiento independiente, el compromiso fue claro de entrada: DESPLAZAR A LOS MANEJOS COMERCIALES DE LA RESPONSABILIDAD DE FORMAR NUESTRA CULTURA. Este Blog está destinado a narrar cómo llevé adelante mi compromiso con el teatro y también con la vida.
domingo, 21 de agosto de 2011
COMO ERA "NUEVO TEATRO" POR DENTRO
Las dos fotos superiores muestran momentos de “Sopa de pollo”, de Arnold Wesker, en Nuevo Teatro. En la primera, de izq. a der., estamos: Alejandra Boero, Luis Alcalde, Héctor Alterio, yo (Ariel Quiroga) y por último Walter Soubrié; en la segunda, (cuando transcurrían más de 30 años y estábamos envejecidos), yo de perfil, Enrique Pinti, Alejandra Boero y Adriana Faide. Son de una representación en 1967 en el Teatro Apolo, de la calle Corrientes y Montevideo, que habíamos construído durante dos largos años, nosotros mismos).
La vida en Nuevo Teatro era la de una comunidad de trabajo. Las apetencias, recelos, urgencias, triquiñuelas, que yo había conocido en forma abrumadora en los elencos de los que había participado como actor o a los que había dirigido, estaban ausentes, abolidas de raiz, en aquel ámbito creado por Alejandra Boero y Pedro Asquini allá por 1949.
Había que llegar a las ocho en punto de cada atrdecer los días de semana y a las cuatro de la tarde los sábados y domingos y nadie podía retirarse hasta que los relojes no marcasen las doce en punto de la noche.
Quienes integraban Nuevo Teatro (más de 80 jóvenes cuando yo llegué en 1965), no provenían por lo general de la clase media alta sino que eran obreros que vivían lejos del centro, en el Gran Buenos Aires y que a las seis de la mañana debían presentarse a sus trabajos en las fábricas o las obras en construcción. Qué los había motivado a formar parte de una compañía teatral...?: de seguro el conocimiento que se tenía de que Nuevo Teatro era un foco de irradiación de las ideas socialistas, muy en boga en aquellas épocas a partir del triunfo del peronismo y sus conquistas socioeconómicas respecto de la clase trabajadora.
Quien organizaba las tareas de cada noche (aparte de los ensayos programados, en los que sólo participaban unos pocos), era el llamado “intendente”, que no bien llegábamos se encargaba de distribuir las tareas de la jornada: “Ustedes cuatro, a limpiar la baulera”, “Ustedes, los seis, a ordenar la zapatería”, “Ustedes, no se cambien y esperen en La Taperola, porque seguramente van a tener ensayo con Alejandra”, “Ustedes, el resto, a la sala grande, que Asquini va a dar una clase sobre Romain Rolland”.
La Taperola era un cuartito donde se podía tomar té o mate cocido caliente, que algunas integrantes con muchos años en el elenco preparaban en unos enormes tachos. Las reuniones en La Taperola eran el único momento en que se podía compartir una suerte de camaradería -no más de quince o veinte minutos por noche-, en medio de los trabajos o los ensayos.
En los camarines de Nuevo Teatro había fotos de Cherkasov representando al Quijote; de Louis Jouvet haciendo el Raskolnikov de “Crimen y castigo”, de María Casares encarnando a “Yerma” y esa era quizá la única relación de aquel mundo de trabajo constante, con el arte de la escena.
Todo, en realidad, respiraba un aire saludable, de jovial camaradería. Nadie, allí adentro, soñaba con los aplausos ni con la tapa de Radiolandia ni con nada que tuviese que ver con lo pueril y efímero del llamado “ambiente artístico”.
En Nuevo Teatro el arte estaba ligado al compromiso y sus aprendices se formaban en un ambiente de trabajo, despojado de apatencias exitistas y de estúpidas veleidades.
Para mí, joven que se había iniciado en los grupos denominados “artepuristas” (como “Los pies descalzos” o el “TAF”) la experiencia de casi cinco años en Nuevo Teatro fue lo más parecido a una revelación.
Allí conocí, por fin, lo que era la CONTINUIDAD. Mientras una obra estaba en cartel, se ensayaban a la par dos, tres o más obras, que sucesivamente irían ingresando al repertorio.
Nadie ganaba un peso, ni aún Alterio (que era un actor consagrado, pero se la rebuscaba correteando las galletitas Terrabusi). Pinti, que llevaba más de diez años en la compañía, trabajaba atendiendo la boletería durante el día por la paga de un mísero sueldo y Alejandra y Asquini vivían de las clases particulares que daban a quienes podían pagarlas y no les interesaba integrar el elenco, donde la actuación podrían haberla aprendido gratuitamente y en la práctica, sobre la marcha, como la aprendimos todos.
A partir de mi experiencia en Nuevo Teatro ya no me interesaría montar espectáculos para el deleite de una élite sofisticada sino que habría de ir siempre en pos de conseguir aquello que Asquini nos inculcaba con endemoniada insistencia: “EL TEATRO SERÁ PUEBLO...O NO SERÁ NADA”.
Un buen día lo logré, cuando al Teatro de la Universidad de Buenos Aires (el TUBA) ingresaban sin pagar un solo peso miles y miles de espectadores por año y rompiéndome el alma pude mantenerlo durante casi una década (pero esa es otra historia, que cuento en otro Blog: www.arielquirogatuba.blogspot.com).
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