Victor-Marie Hugo (1802 – 1885) fue un dramaturgo, poeta, político, académico e intelectual francés, considerado como uno de los más importantes escritores románticos en lengua francesa.
Contribuyó notablemente a la renovación lírica y teatral de la época. Fue admirado por sus contemporáneos y aún lo es al día de hoy, aunque ciertos autores modernos le consideren una reliquia pasada de moda. El compromiso político y social que exhibió en sus obras y que le valió una condena al exilio durante los veinte años del Segundo Imperio (1852-70) marcó el camino para posteriores generaciones de escritores.
Sus opiniones político-morales le convirtieron en un héroe para la Tercera República, que celebró un funeral de Estado a su muerte. Sus restos descansan en el Panteón de París.
A mediados de 1968 yo estaba viviendo mi ciclo de plenitud como director escénico. Vapuleado por algunos críticos; ensalzado hasta lo ridículo por otros, mis trabajos de esa época jamás fueron tratados con indiferencia. A mis noches de estreno acudían todos, los de diarios, revistas y radios y nunca, por fortuna, recibí de ninguno de ellos el ominoso comentario: “correcta la dirección de Ariel Quiroga”.
De algún modo (debo ser sincero), yo gozaba generando controversias, plasmando espectáculos que hoy no asombrarían a nadie pero que por entonces aparecían como revulsivos, escatológicos, indecentes y hasta subversivos. Los que me adulaban llegaron a tratarme de “Eximio malabarista” o “Prodigioso alquimista”; los que me repudiaban llegaron a rotular con este título una de mis puestas: “El vómito negrísimo”.
Qué mejor oportunidad para seguir echando leña al fuego que el hallazgo, en un amarillento ejemplar escondido en el doble fondo de una estantería de Moro, de una ignota traducción de “Lucrecia Borgia”, el melodrama romántico de Victor-Marie Hugo escrito en 1833. Fue un montaje de ribetes operísticos, con sirvientes, guardias y tañedores de laud diseminados entre el público, música de Verdi y Brucker (la misma que Luchino Visconti usara en “Senso”) y gran parte del ropaje y las máscaras del carnaval de Venecia cedidas a regañadientes por el Departamento de Escenarios del Teatro Colón.
Esta vez la casi totalidad de los críticos se pusieron de acuerdo para destrozar el espectáculo y ridiculizarlo sin piedad, salvo Jorge Lopapa, que en su reseña para el diario “El día”, de La Plata sentenció: “Obtener el silencio respetuoso de la platea durante las tres largas horas en que desfilan por el escenario del Teatro 35 los crespones de la corte envilecida de los Borgia y luego la ovación final, es una experiencia con la que muy pocos realizadores tan jóvenes como Quiroga deben estar familiarizados”.
De aquí en más esta entrada se completa con algunas fotografías de mi puesta en escena de “Lucrecia Borgia” en 1968. A la distancia y con el tamiz del tiempo transcurrido, aquel desmesurado espectáculo puede parecer -creo-, hasta respetable y demasiado pudoroso.
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