domingo, 21 de agosto de 2011

ALEJANDRA BOERO: LA JUDITH, LA ANTIGONA, LA EVA PERON DEL TEATRO INDEPENDIENTE


Había nacido en 1918. Cuando la conocí, en 1965, no demostraba en absoluto los 47 años que tenía. Era bajita, pero parecía imponente. Por lo general sonreía, pero su sonrisa era levemente amarga. Su manera de hablar era por lo general combativa. Aunque uno dialogase con ella en la intimidad, su discurso tenía siempre el tono de quien arenga a una multitud. Su voz ronca, no del todo agradable al oido, se disolvía en matices bellísimos, como cuando al final de “Raíces”, (la obra de Wesker que representó durante cinco años a sala llena), murmuraba: “Escuchás, Ronnie: soy yo...estoy hablando yo...por fin estoy hablando con mis propias palabras...”, y a partir de allí la voz se elevaba con la firmeza del líder que grita sus verdades a la multitud: “Estoy empezando, Ronnie, estoy empezando...!!!”
En 1949 ella y Pedro Asquini (el hombre de teatro más honesto y heroico que he conocido) habían fundado “Nuevo Teatro”, la institución que propuso y concretó durante más de 25 años una nueva manera de construcción social del teatro en Buenos Aires.
Su destino de mujer de temple quizás no debió haber sido la vida de teatro sino la política, porque tenía todo el coraje, la sabiduría instintiva, la fuerza de convencimiento a sus seguidores y el necesario resentimiento, como para haber sido una segunda Eva Perón y también una vengadora Judith o una indoblegable Antígona.
Me tocó actuar a su lado en más de 200 representaciones de “Sopa de pollo”, de Wesker (junto a Alterio, Pinti, el “Chucho” Alcalde, Domingo Basile, Lucrecia Capello, José María López y Walter Soubrié) y ser su asistente de dirección en su fracaso con “El mercader de Venecia”, de Shakespeare (estoy hablando de los años 1966/1967) pero lo que más tengo presente de su cercanía son las charlas, las larguísimas charlas que mantuvimos a solas.
En la intimidad, cuando se sentía confiada en su interlocutor, Alejandra deponía el escudo de la militancia y sabía mostrar sin verguenzas sus debilidades, su disimulada soledad y sus nunca resueltas inseguridades.
Después de muchos años de no vernos, un día alguien le habló de mí (yo estaba metido en el trajín del Teatro de la Universidad de Buenos Aires) y me mandó un mensaje, escrito de puño y letra, en el que me decía (entre otras cosas que me guardo): “RECUERDO MUY BIEN LAS VIEJAS Y BUENAS ÉPOCAS DONDE SE PODÍA APOSTAR A LOS SUEÑOS, A LAS UTOPÍAS. SABÉS, ARIEL, QUE LO MÁS IMPORTANTE ES NO AFLOJAR Y DEJAR LA SEMILLA DONDE SE PUEDA, QUE ALGO GERMINARÁ SI NO PERDEMOS LA FE”.
Se murió en mayo de 2006, sin que nos volviéramos a encontrar, pero estuve unas cuantas horas al lado de su ataud cerrado, en la sala de su último teatro: Andamio 90.Parecía imposible que dentro de ese cajoncito estuviese contenida tanta lucha, tanto valor, tanto fuego indomable...

No hay comentarios:

Publicar un comentario