martes, 30 de agosto de 2011

"EL CORAZON VOLANTE": CON PIRATAS ENAMORADOS Y DANZANTES

Claude-André Puget (1905 – 1975) no fue un dramaturgo relevante, pero varias de sus obras alcanzaron suceso dentro y fuera de Francia, merced a lo refinado y sutil del lenguaje y a un tratamiento de los personajes no exento de profundidad psicológica, más allá de la levedad de los conflictos puestos en juego.
Cuando en el verano de 1969 un conocido traductor dedicado a la escena comercial (Augusto Ravé) me acercó su versión al español de “El corazón volante”, de Puget, dudé un tiempo en leerla, ya que por entonces mi “prestigio” como director de obras de serio compromiso social y político (“Historia de Pablo”, de Pavese; “El jugador”, de Ugo Betti; “La Arialda”, de Testori; “El profanador”, de Maulnier; “Magia roja”, de Ghelderode), me “obligaba”, de algún modo, a no apartarme de la línea que esa sumatoria de espectáculos había instalado en la opinión pública.
Cuando finalmente leí “El corazón volante” quedé atrapado de inmediato, al punto que fue mi primer montaje de la temporada 1969, consiguiendo con ella críticas tan exaltadas como dos años antes había provocado “El viaje”, de Shehadé (cuyas semejanzas con “El corazón volante” eran notorias).
La comedia de Puget tenía mucho de la atmósfera romántica de las novelas de Salgari que yo había devorado en mi juventud. Dos camaradas filibusteros, a bordo de un bergantín llamado “El corazón que vuela” se jugaban en una partida de naipes la noche de bodas de uno de ellos. Quien ganase tendría derecho a compartir el lecho de la novia, se tratase o no del que la había desposado. La trama era subyugante y sobre todo el final se reservaba un remate bastante sugestivo, dejando a criterio de los espectadores si no es, en la vida real, el que aparentemente pierde...el que en defintiva gana.
Lo diré sucesivas veces a lo largo de este Blog: los directores teatrales sólo llegamos a la madurez cuando hemos experimentado una diversidad de estilos. Si yo, a los 29 años, hubiese desdeñado la comedia de Puget sólo porque antes había transitado por autores de superior enjundia, me hubiese privado de una “travesura” (como la escena a modo de ballet clásico entre los dos piratas amigos y a la vez rivales en el amor), que no sólo me sirvió de aprendizaje en lo personal, sino que logró uno de los objetivos primordiales del teatro: ENTRETENER, ALEGRAR y HACER PENSAR durante dos horas a los espectadores que la vieron.

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