sábado, 20 de agosto de 2011

RUMBO A LA CIUDAD PROHIBIDA...EN POS DE LA CONTINUIDAD

Para fines de 1964, con 24 años recién cumplidos, yo ya tenía un historial como actor y director escénico, con reconocimiento de la crítica y no poca fama (de la buena y de la mala) dentro del ambiente teatral de Buenos Aires.
Los mayores elogios como actor los había obtenido por mi personaje de Bergetto en “Lástima que sea una perdida”, de John Ford, montada en 1962 en el Teatro 35 por Wilfredo Ferrán y con permanencia en cartel a lo largo de toda la temporada. Bergetto era el único papel cómico (más bien tragicómico) en medio de un conglomerado de casi 30 personajes tremendamente dramáticos y no hubo crítica que no me destacara por encima del resto.
En el TAF (el prestigioso elenco de la Alianza Francesa) había coprotagonizado junto a Alicia Berdaxagar “La casa de la señora Circe”, del vanguardista Jacques Audiberti, bajo la dirección del desaforado Jaime Jaimes y mi actuación en el rol de Pedro (un mecánico que pasaba películas viejas en una sábana), fue considerado por el crítico de La Prensa (el temible Jaime Potenze), como “el mejor trabajo de mi carrera”. Dicho esto con toda la inmodestia del caso: a los 24 años YA se me reconocía UNA CARRERA...!
Omito otros trabajos como actor para no abrumar (“El ensayo o El amor castigado”, de Anouilh, dirigido por Jorge della Chiessa; “Uniforme blanco”, de Sidney Kingsley (también dirigido por Ferrán), “Las cuatro verdades”, de Marcel Aymé y “La dama no es para la hoguera”, de Fry, dirigido por Francisco Silva), para referirme a algunos trabajos de dirección que habían generado expectativas, más allá de los resultados: “Blanco, negro, blanco”, de Alfonsina Storni y “La palabra del diablo”, de Cátulo Castillo y Héctor Stamponi, en 1964 (con el debut, en la primera, de Edda Díaz y Antonio Gasalla, recién saliditos del Conservatorio); “La cita en Senlis”, de Jean Anouilh o “La casa sobre el agua” y “El jugador”, de Ugo Betti.
Emilio Stevanovich publicó en su revista Talía que yo era “un director con mucho para decir” y “uno de nuestros más jóvenes hombres de teatro preocupados por la vivencia de la dramática menos frecuentada”, pero dentro de mí algo no funcionaba, al pensar en el futuro.
El medio teatral profesional me resultaba hostil y desaprensivo. Las temporadas (aun las exitosas), bajaban de cartel sin que nada quedase como propuesta de continuidad. “Nosotros nos desinteresamos tremendamente los unos de los otros”, dice Ennio, el protagonista de “El jugador” y eso era así sin vuelta de hoja entre los que durante meses, incluso un año entero, habíamos compartido los aplausos y o la desolación cuando no había suficientes entradas vendidas o el mismo olor a transpiración impregnado en los trajes en los estrechos camarines, generalmente inhóspitos.
Durante el verano de 1965 y tras rechazar un personaje de mayordomo ridículo en una comedia de Marcel Achard que iba a montar Luisa Vehil en el Teatro Liceo, leí en el diario que el elenco Nuevo Teatro llamaba a inscripción para un curso introductorio para principiantes.
Nuevo Teatro, creado y dirigido por Alejandra Boero y Pedro Asquini, donde revistaba Héctor Alterio (seguro, el mejor actor de América Latina), montaba uno tras otro espectáculos sólidos, alertantes, comprometidos, aunque nadie sabía muy bien qué pasaba detrás de “sus murallas”. Aunque yo ya había dejado de ser un principiante, me anoté en el curso que habría de comenzar en marzo de 1965.
Decidí apartarme del hervidero de los cafés de Corrientes, donde se reunía hasta pasadas las madrugadas toda la chusma actoral de Buenos Aires y marchar rumbo a la Ciudad Prohibida que era Nuevo Teatro...en pos de la continuidad.

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