Jean Anouilh, nacido en Francia en 1910 y fallecido en Suiza en 1987, fue -si no me equivoco- uno de los autores más prolíficos y también más representados del teatro moderno. De sus 33 obras para la escena, son muy pocas las que nunca, hasta hoy, se han dado a conocer en Argentina.
En general, su temática está impregnada de un gran pesimismo; aprendió de Jean Giraudoux a mezclar la poesía con la observación moral, y el tema en que insiste su teatro, en opinión de autorizados biógrafos, es la oposición irreductible entre un ser que representa la pureza, o más bien la aspiración a la pureza, y la sociedad hipócrita y corrompida que acepta las componendas más degradantes, (cuando no es ella misma la que las impone), ya que es el medio social el que termina envileciendo a sus miembros más jóvenes.
Me tocó actuar en dos obras de Anouilh: “Cecilia, o La escuela de los padres” y “El ensayo, o El amor castigado”, en 1957 y 1963, respectivamente. Como director, tuve ocasión de montar “La cita en Senlis” en 1964 y “Eurídice”, en 1967.
Con “La cita en Senlis” me dediqué a profundizar el clima de sutil desencanto que subyace sobre las situaciones de una trama aparentemente cómica. Una joven de provincia acude al encuentro de un acaudalado pretendiente en una mansion alquilada, ya que el supuesto millonario no es otra cosa que un embaucador, que llega al punto de contratar actores de variedades para que simulen ser sus padres.
Al abordar la puesta en escena de “Eurídice” en 1967 ya habia pasado por la experiencia de dos realizaciones difíciles: la exitosísima “El viaje”, de Schehade y la menos elogiada pero más medular “Historia de Pablo”, de Pavese. El mito clásico del encuentro de los amantes Orfeo y Eurídice en el averno había sido traspolado por Anouilh al sórdido ambiente de los hoteluchos cercanos a una estación de ferrocarril.
Sin proponérmelo, como suele suceder con muchos descubrimientos, encontré durante los ensayos de “Eurídice” lo que Rómulo Berruti definió en su crítica en Clarín como: “una nueva forma de concretar el hecho escénico”.
En un decorado indefinido, totalmente gris, los intérpretes se movian al unísono en una suerte de círculo magico, -como el de los primitivos pastores-, saliendo de él sólo cuando la escena central los convocava al diálogo. La ceremonia a la que los espectadores asistían un tanto asombrados tenía lugar en un espacio intemporal, nimbado por vapores de ondulante tonalidad azulada. El vestuario llevaba incrustadas aplicaciones de plantas y musgos y la música lejana que se escuchaba de fondo era la de la Sinfonía Nro. 11 de Dimitri Shostakovicht, evocadora de parajes remotos y desolados.
El texto de Anouilh proponía un montaje convencional, pero su idea subyacente era mucho más provocadora. Los directores de escena estamos obligados a no quedarnos en los cánones prestablecidos y a proponer enfoques renovadores. TENEMOS que hacerlo, aunque nos espere la indiferencia, el desagrado y hasta la bronca a la hora de enfrentar a criticos y públicos.
Por fortuna, en este caso de “Eurídice” no hubo nada de eso y la empresaria de la sala se dió el gusto de desempolvar el cartel “No hay mas localidades” durante unos cuantos meses seguidos.
De arriba hacia abajo: fotografias correspondientes a mi montaje de “Euridice”, en 1967.
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