jueves, 25 de agosto de 2011

"EL PROFANADOR": UN DUELO ENTRE LA SANTIDAD Y LA CARNE

Thierry Maulnier era el seudónimo utilizado por Jacques Talagrand, un ensayista y dramaturgo francés nacido en 1909 y muerto en 1988, que perteneció al movimiento de los llamados “no conformistas de los años 30”.
Como activo miembro de este movimiento, Maulnier había llegado a la convicción de que era necesario rebelarse contra el “desorden establecido”, reaccionando en contra de las corrientes materialistas, basadas tanto en el marxismo como en el capitalismo. Buscando el equilibrio de lo que podría definirse como una “tercera posición”, Maulnier arribó a la conclusión de que sólo en el cristianismo estaba la respuesta.
Mounier, apoyado en un todo en el filósofo católico Jacques Maritain, trató de tener en cuenta en su obra dramática lo que se define como "la dimensión religiosa del ser humano" pero, paradójicamente, su teatro se configura como una forma extrema de "humanismo integral". Cuando las ideas de Maritain llegan a Maulnier, escribe: "Una persona es un ser espiritual constituido por su adhesión a una jerarquía de valores libremente adoptados, asimilados y vividos mediante un compromiso responsable por “salir de sí mismo” para llegar a los otros de manera desinteresada”.
Cabe señalar que importantes figuras del catolicismo, como Gabriel Marcel o Karol Wojtyla, se sumaron a las teorías filosóficas de Maulnier en pos de un devenir más esencialmente espiritual de la vida cotidiana.
En 1969 (el tercero de los años en los que alcancé los mayores logros en mi carrera de director teatral), decidí montar “El profanador”, de Thierry Maulnier, en una muy bella traducción de Francisco Javier. La obra (un gigantesco drama en cuatro actos), trataba el tema de la rebelión de Federico de Hoffensthofen contra el poder papal, en tiempos de la Sexta Cruzada (alrededor del año 1200).
Con un lenguaje elevado y hasta suntuoso (ausente por completo en el teatro de nuestros días), Maulnier describe en “El profanador” la guerra santa entre güelfos y gibelinos. En ese marco opulento de intrigas palaciegas, son la lujuria y la carnalidad las que precipitan los designios de la fe en una masacre final de puñales y traiciones, perpetrada bajo el signo de la cruz.
Debo decir con inevitable inmodestia que “El profanador” fue un espectáculo imponente, sombrío (se acentuaba en él mi tendencia a utilizar poquísima luz en el escenario) y dotado de un poder de sugestión en el auditorio como sólo una Misa puede lograr en el alma de los feligreses.
En la semana del estreno, en junio de 1969, aparecieron tres grandes críticas en los principales diarios de Buenos Aires. La Nación tituló “Planteo angustioso del problema de la fe”; Clarín: “Cautivante diálogo en una pieza de Thierry Maulnier” y La Prensa: “Espectáculo de alta calidad en el Teatro 35”. El texto de cada una de esas críticas tiene la profundidad de un ensayo sobre las exigencias de la carne y el espíritu y apunta a señalar cómo en toda guerra santa víctimas y victimarios ruedan sin apelación hacia el Juicio Supremo, hacia el Supremo Regazo.
La Prensa concluyó su crónica con una sentencia: “Se trata, en suma, de un espectáculo que no deben perderse los aficionados al verdadero teatro de alta calidad”. Y no se lo perdieron. El público colmó la capacidad de la sala de Callao y Corrientes en todas las funciones, a lo largo de casi un semestre.
A cntinuación, varias fotografías de aquella realización de una obra lúgubre, solemne, polémica y piadosa, que fue mi puesta de “El profanador”, de Thierry Maulnier.

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