martes, 23 de agosto de 2011

EL OFICIO DE ACTOR: UNA VARIANTE DE LA ESQUIZOFRENIA...?

Por qué queremos a toda costa ser otros sobre un escenario...? Qué trastorno de nuestra personalidad nos impulsa a disfrazarnos a ratos y jugar a ser otros, tan diferentes a lo que en realidad somos nosotros mismos...?
Siempre se ha dicho que los actores son seres enemistados con su propia personalidad, que para escapar de ella asumen personalidades ficticias, al punto de llegar a sentirlas como propias. Acaso el público (y los críticos) no valoran más el trabajo de un intérprete cuando sienten que el actor se apodera de tal modo del personaje que le ha tocado representar, que ha dejado de ser él mismo...?
Que Lawrence Olivier pareciese haber nacido tan deforme y maligno como Ricardo III o tan ambivalente y enigmáticamente contradictorio como Hamlet...no nos hacía creer que él era en la vida real como lo veíamos en la pantalla en esos personajes...?
Y al cabo de muchos años de “ser otros”, no nos sucede a los actores que terminamos por no ser nunca, definitivamente, “nosotros mismos”, al punto que en nuestra vida de relación en el hogar, en la oficina o en la calle, acabamos expresándonos constantemente con frases que pertenecen a los personajes que hemos hecho...?.
Stanislavsky colaboró bastante con su dichoso “método” para convencernos que la verdadera actuación consistía en transformar nuestras propias emociones al punto de sublimarlas, en aras de las emociones del personaje, al cual deberíamos brindarle incluso nuestros propios recuerdos, nuestra propia memoria de las emociones vividas.
Por eso no son pocos los actores que representando cierto tipo de personajes “limítrofes” terminaron internados en algún manicomio. Esto me trae a colación la escena de Hamlet con el sepulturero, cuando él le pregunta: “Cuánto tarda un hombre en pudrirse...?” y el sepulturero le responde: “Depende, si ya no estaba podrido antes de morirse...”.La asociación sería: "Cuanto tarda un actor en volverse loco...?": "Depende, si ya no estaba loco antes de dedicarse a ser actor..."
Fue en ocasión de representar al mecánico Pedro en el TAF (que estaba bastante loco, por cierto), que Emilio Stevanovich sentenció en su crítica: “Excelente como siempre la composición de Ariel Quiroga, aunque debe cuidar de no abusar de este tipo de personajes...”. Bueno, por cierto que la locura de Pedro por el cine y su miedo a los fantasmas que podían salir de la pantalla...se asemejaba bastante a mi propia locura.
En mi experiencia personal, los personajes que representé en mis años de juventud me sirvieron para disimular las inseguridades, las verguenzas y los pudores que me generaba el asumir públicamente mi verdadera forma de ser y de sentir. En escena fui capaz de cualquier cosa, de la “desnudez anímica” más absoluta. En la vida real, en cambio, recien ahora de viejo, me estoy atreviendo a revelar quien soy y a no necesitar esconderme tras el disfraz de la ficción.
Algo parecido me sucedió cuando abandoné la actuación y me dediqué casi exclusivamente a dirigir espectáculos, pero de ese tema voy a hablar con más precisión en otra entrega: CUANTO DE SUS PROPIOS INTERROGANTES NO RESUELTOS VUELCA QUIEN PONE EN ESCENA UNA OBRA DRAMATICA... HASTA LLEGAR A TRAICIONAR O VULNERAR AL PROPIO AUTOR...?
Voy a insertar a continuación fotos de alguna de mis actuaciones, que me valieron cierto grado de notoriedad (de la que escapé escondiéndome, por miedo a que me picase el bichito de llegar a esa engañosa necesidad de la fama y la popularidad). De arriba hacia abajo estoy: en 1956, como el estudiante Tom en “Té y simpatía”, de Robert Anderson; en 1957 como Christopher Mahon, en “El farsante más grande del mundo”, de John Synge; en 1958, como el plomero Viramblin de “Las cuatro verdades”, de Marcel Aymé; en 1959, como el capellán de “La dama no es para la hoguera”, de Christopher Fry; también en 1959 como el solitario Lucas, en “La casa sobre el agua”, de Ugo Betti; en 1962 como Bergetto, en “Lástima que sea una perdida”, de John Ford; en 1963 como Villebosse, en “El ensayo, o El amor castigado”, de Jean Anouilh; también en 1963 como el doctor Wren, en “Uniforme blanco”, de Sidney Kingsley; en 1964, como el mecánico Pedro en “La casa de la señora Circe”, de Jacques Audiberti; en 1967 como el comisario en “La picana”, de Enrique Wernicke; en 1969 como el idiota Billy en “El doctor y los demonios”, de Dylan Thomas y en 1971 como el joyero Corvino, en “Volpone”, de Ben Johnson. Omito fotos de mi actuación en “Sopa de pollo”, de Wesker, porque están en otra entrada y de mi actuación como el Príncipe de Aragón en “El marcader de Venecia”, de Shakespeare, por la sencilla razón de que no se conservaron.
La pregunta que me hago hoy es: donde estaba Ariel, el verdadero Ariel, durante todos esos años...?











No hay comentarios:

Publicar un comentario