viernes, 19 de agosto de 2011

SOBRE LAS INFLUENCIAS EN LA IDENTIDAD ESTILISTICA DE UN DIRECTOR DE ESCENA

Queriendo parecerme a Luchino Visconti, inconscientemente terminé encontrando mi estilo de dirección, antes de cumplir los 30 años. Jean-Louis Barrault (otro de mis maestros “a la distancia”, fundamentalmente a través de sus libros), hace mucho hincapié en lo decisivo de las influencias. Ese “querer ser como otros que se nos aparecen como supremos” termina llevándonos al encuentro con nosotros mismos.
“Somos -creo haberle oído decir alguna vez a Santiago Kovladof-, en la medida de la legitimidad de nuestros vínculos”. Pues bien: mis vínculos legítimos fueron siempre ajenos a las personas que me rodeaban a diario; estaban mucho más lejos, pero los tuve cerca a la hora de la Verdad.
Yo había comenzado a idolatrar a Visconti a los 14 años, cuando asistí junto a mi madre en el cine Monumental de la calle Lavalle al estreno de “Senso” (1953), rotulada para el circuito comercial como “Livia, un amor desesperado”. La estética neorralista inaugurada por Visconti hacia fines de la década del cuarenta, con “Ossessione” y “La terra trema”, se transfiguraba en las imágenes en technicolor de “Senso” en una sublimación del esteticismo, en una suerte de decadencia de las pasiones para llegar al alegato político sobre el fin de una clase y la necedad de todas las batallas, de todas las guerras.
“Senso” aparecía ante la mirada estupefacta del espectador como un fresco renacentista que una artista desmesurado hubiese pintado sobre las paredes carcomidas por la humedad de la sombría Venecia, pero detrás de tanto derroche visual y sonoro (la lúgubre Séptima sinfonía de Anton Bruckner), estaba el compromiso social de Visconti ofendiendo a sabiendas a la prepotente Italia fascista con la burla de utilizar como marco de fondo (pero muy en primer plano), la derrota militar en Custozza frente a los austríacos.
Como no podía ser de otra manera, “Senso” fue censurada por el gobierto italiano y la orden fue la de retirar e incinerar todas las copias que se hubieran repartido por los cines del mundo. Luego de aquella primera y única experiencia de haberla visto a mis 14 años (o sea, en 1954), “Senso” recién fue recuperada, a duras penas y con pedazos de los negativos originales, en 1970. Pude volver a verla recién a mis 30 años, en 1970, en la inauguración del cine Lorca y ya nunca más me desprendí de ella. Hoy la tengo transformada en algo definitivamente indestructible, vertida con todo el arsenal técnico de que se dispone, al asombroso formato Blu-Ray. Sus luces y sombras, su “technicolor” brilla como recién filmado.
Lo cierto es que durante el lapso de dieciséis años que había mediado entre aquellos 14 en que asistí a su efímero estreno y los 30 en que pude volver a verla, yo sólo había tenido a mano el recuerdo de “Senso”; un recuerdo que el tiempo que trascurría no lograba debilitar y así fue como la mayoría de mis puestas en escena y de mis marcaciones actorales anteriores a 1970, todas sin lugar a dudas, tuvieron algo de “Senso”, del recuerdo que yo tenía acumulado de sus imágenes.
La influencia de esas imágenes en mi labor de puestista se notó (nadie se dió cuenta, desde luego, pero yo sí), sobre todo en “Eurídice”, de Jean Anouilh (1967), en “Magia roja”, de Michel de Ghelderode (1968), en “Lucrecia Borgia”, de Victor Hugo (1968), en “La Arialda”, de Giovanni Testori (1968), en “El corazón volante”, de Claude-André Puget (1969) y en “La duquesa de Padua”, de Oscar Wilde (1969).
Mi consejo de hoy, anciano de 71, a los jóvenes que necesitan expresarse poniendo obras dramáticas en escena, es que no desdeñen las influencias.
Un buen día, yo debo haber encontrado mi propio estilo de dirección y fue un agudo crítico, Arturo Romay, quien lo definió con bastante acierto al comentar mi puesta de “Juan de la luna”, de Marcel Achard (1968): “En la versión de esta deliciosa comedia -dijo Romay por Radio Excelsior y conservo la grabación- Ariel Quiroga da renovadas muestras de su personalidad, al tiempo que exhibe sus mejores aciertos junto con sus más notorias flaquezas. Una de las virtudes salientes de este director es la imaginación, la prolijidad minuciosa, el amor por el detalle, la búsqueda de efectos refinados para la elaboración de sus espectáculos, un sentido plástico perseguido incansablemente y un gusto por los contrastes y matices, tanto en lo atinente a la decoración y a los elementos accesorios (música, luces, vestuario) como a las diferenciaciones expresivas de los comediantes. En todo lo que hace, Quiroga dá la impresión de haberlo previsto y calculado con una larga paciencia, huyendo de la improvisación y el repentismo. Las obras salen de sus manos “acicaladas”, a veces excesivamente, hasta llegar a extremos que lindan con el preciocismo, de suerte que por su tendencia a un refinamiento repulido, obras distintas aparecen hermanadas por una estilística semejante.”.
Es malo este último concepto sobre “la identidad estilística” en el trabajo de un director frente a distintos textos...? Acaso Visconti no es Visconti tanto en “Rocco y sus hermanos” como en “El gatopardo”, en “El extrajero” como en “Vagas estrellas de la Osa Menor”, en “Grupo de familia en un interno” o en “Ludwig”...?.
Decídanlo ustedes, jóvenes en edad de experimentar y arriesgarse.

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