Para los argentinos que empezábamos a transitar nuestras juventudes en pos de realizaciones legítimas, aquella década del sesenta fue la que contó.
El país había salido, por fin, del oscurantismo peronista (aunque a costa de muchas muertes, de mucha innecesaria proscripción, de la herida abierta en el alma de un pueblo que tardaría décadas en cicatrizarse).
Pero estaban el Lorraine y el cine hasta entonces prohibido de Bergman, de Sica y Rosellini. Estaban los cineastas jóvenes, que rompían prepotentemente con las “cintas” de teléfonos blancos y atuendos indecentes de tan fastuosos, de Zully Moreno y Amadori.
Llegaban a las pantallas los testimonios crudos, realistas, de David José Kohon, Rodolfo Kuhn, Leonardo Fabio y Juan José Jusid. “Los jóvenes viejos”...”Tres veces Ana”...”Prisioneros de una noche”...
En los escenarios, por fin, se podía ver a Sartre, a Tennesee Williams, a Arthur Miller, a Elmer Rice, a Clifford Odets, a Samuel Beckett...todos tajantemente prohibidos por la censura del régimen. “Muerte de un viajante”, “Enterrad a los muertos”, “Un tranvía llamado Deseo”, “La mujerzuela respetuosa”, “A puertas cerradas”, “Esperando a Godot” reemplazaban en las carteleras porteñas a las comedias rosa de Alejan dro Casona o Pondal Ríos y Olivari..
La nueva generación de dramaturgos argentinos que enpezaba a aflorar desde los teatros independientes: Roberto Cossa, Carlos Somigliana, Osvaldo Dragún, Ricardo Halac, Griselda Gambaro, Rodolfo Walsh, Sergio De Cecco... “Nuestro fin de semana”, “La granada”, “Amarillo”, “Los de la mesa 10”, “Heroica de Buenos Aires”, “El reñidero”, “El campo”, “Estela de madrugada”...
Cuántos descubrimientos...cuánta efervescencia...cuanta necesidad de poder gritar lo que toda juventud necesita gritar y vociferar a los cuatro vientos...
Mis veinte años coincidieron con el sesenta y fue a lo largo de toda esa década prodigiosa que dí al teatro, hasta agotarme en una tuberculosis atajada a tiempo, toda la pasión, la energía y la intransigencia de que era capaz.
Hoy, a los 71 y de una vez y para siempre descreído de las utopías (a partir de que se me impidiera -en democracia-, continuar con el Teatro Universitario que había sostenido heroicamente durante los años de la dictadura), pienso en aquellos jóvenes con los que compartí las madrugadas de la calle Corrientes y los cafés con billares de San Juan y Boedo y me digo: “CARAJO, VALIÓ LA PENA...!!!”.
La foto superior me muestra como era de flacucho y alucinado a los 23 años (en 1963) y la de abajo perdido en medio de la multitud de indomables que formábamos la legión que construyó el Apolo (hoy recuperado con ese nombre), durante los años 1965 a 1967 y que inauguramos con los desfachatados, lúcidos, irritantes sainetes de Enrique Wernicke, el borrachín de la ribera.
En esa foto, trepados a los andamios de la construcción (qué cosa IMPORTANTE de veras es haber formado parte de la construción de un teatro...!), estoy junto a la Boero, Asquini, Alterio, la Capello, Pinti, el “Chucho” Alcalde, Américo Chandía, el negro Costa, Lila di Palma, Virgilio Caldi, José María López y tantos más cuyos nombres y siluetas se han perdido en la vorágine del tiempo...pero que supieron entregarse a ideales revolucionarios al punto de terminar desaparecidos por la dictadura, como Carlos Alberto Gaud, que TAMBIÉN está en la foto para siempre, porque de allí ya nadie lo podrá hacer desaparecer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario