viernes, 13 de enero de 2012

AQUELLA LEGENDARIA "PERDIDA"...

DE IZQ. A DER.: NORBERTO SUÁREZ, YO (ARIEL QUIROGA) COMO BERGETTO Y LUIS MONTSERRAT EN UNA ESCENA DE "LÁSTIMA QUE SEA UNA PERDIDA" TEATRO "35" AÑO 1962

Salvo la habitual columna de Ernesto Schoo en el diario La Nación, son pocos los espacios en los que los jóvenes teatristas de hoy pueden abrevar para sumergirse en la historia olvidada del movimiento teatral de Buenos Aires, de la que ellos quizás lleguen a formar parte en el futuro.
No aspiro a que este Blog cubra totalmente ese vacío, que los cronistas del espectáculo prefieren dedicar a los escandaletes, por lo general ficcionados, de esas efímeras figuritas cuya “trayectoria artística” transcurre, antes que en los escenarios, en los reservados de ciertos clubes nocturnos a los que acostumbran concurrir los futbolistas.
Lo único que me lleva a dejar estos testimonios es salvar de la desintegración del Tiempo parte de una época (la que me tocó vivir, la fabulosa década del sesenta), en la que el teatro jóven de Buenos Aires era un hervidero de ilusiones, pasión y realizaciones, como no creo se haya vuelto a repetir en décadas posteriores.
Hacia fines de 1960 yo salía recuperado y sin secuelas de una incipiente tuberculosis, que me había mantenido inactivo todo el año. Con 20 años recién cumplidos, tenía ya un considerable historial en el teatro. La crítica había señalado con poco frecuentes conceptos mis trabajos como actor en “Las cuatro verdades” de Marcel Aymé (en el rol del plomero Viramblin, que odiaba a los vigilantes porque su mujer lo traicionaba con uno de ellos) y sobre todo en “La dama no es para la hoguera”, de Christopher Fry, que en mórbida traducción de León Felipe había estrenado Paco Silva en el teatro Candilejas, de Rivadavia y Florida. Mi papel de un capellán de más de 80 años que tocaba la viola y entendía griego había recibido superlativos elogios, a la par de Lilian Riera, por encima de los protagonistas, que eran Claudia Lapacó y Eduardo Nóbili.
En 1959 había obtenido una suerte de “consagración” como director del drama de Ugo Betti “La casa sobre el agua”, en traducción de Alma Bressan y Héctor Bianciotti y mi aspiración, a partir de allí, era la de dejar de ser actor para dedicarme de lleno a la dirección.
Precisamente en 1960, en un teatro de París, Luchino Visconti (mi “maestro” desde los catorce años, cuando había visto su insuperada “Senso”, de 1953), había dado a conocer un autor y un texto casi absolutamente ignorados por su contemporaneidad con el “gigante” Shakespeare: John Ford y su truculenta tragedia “Lástima que sea una puta”, escrita entre 1626 y 1633.
En la versión parisina de Visconti, junto a prestigiosísimas figuras de la escena francesa como Daniel Sorano, Valentine Tessier, Sylvia Monfort o Lucien Baroux, habían hecho su debut (y despedida) en la escena los jovencísimos y bellísimos Romy Schneider y Alain Delón, protagonizando a los hermanos incestuosos que pagan tributo a su amor carnal con la temprana muerte, tan víctimas de la incomprensión y del odio como Julieta y Romeo.
No bien pude conseguir la traducción de Arturo Cerretani (prudentemente rebautizada como “Lástima que sea una perdida”), me volqué sobre la empresaria del Teatro “35” (la prestigiosa sala de Callao y Corrientes donde había estrenado “La casa sobre el agua”, de Betti), imponiéndole prácticamente que se animara a estrenarla, confiándome la riegosa puesta en escena.MARISOL SALGADO Y CARLOS DI PASCAL EN UNA ESCENA DE "LÁSTIMA QUE SEA UNA PERDIDA" TEATRO "35" AÑO 1962

Aurelia Padrón de Olivari, pese a sus no muy ilustres antecedentes como bataclana del Maipo y amiga íntima de Ireneo Leguizamo (entre unos cuantos señores más), tenía la sagacidad de una Madeleine Renaud o de una Helene Weigel (o de una Alejandra Boero, en nuestro medio) para avizorar la validez de una obra como posible suceso de público. Hicimos una lectura en su cocina con muy pocos presentes (aparte de su inmutable gato balnco) y no bien concluida la última frase,(aquella que reza: “Frente a una tan noble y bella abundancia, quien no diría “lástima que haya sido una puta”...”), Aurelia dió uno de sus acostumbrado golpes sobre la mesa, junto con la exclamación: “Tá, la hacemos...!”.
Y se hizo nomás “Lástima que sea una perdida”, de John Ford, en el Teatro “35”, pero no me fue confiada la dirección, que le correspondió a Wilfredo Ferrán, por entonces exitoso director de cámaras en Canal 9 del teleteatro de Pepita Martín y Manuel de Sabatini y de la puesta allí, en el “35”, de “Pigmalión”, de Bernard Shaw, con una casi adolescente Virginia Lago como Elisa Doolittle.
Los ensayos se prolongaron durante todo el año 1961, mientras se estiraba el éxito de “Pigmalión” y Ferrán terminaba de completar el frondoso elenco de más de catorce personajes principales, más el aditamento de unos veinte guardias, escuderos, sirvientes y esbirros, recolectados en el submundo “gay” de los bares de Corrientes y adyacencias.ESCENA DE CONJUNTO DE "LÁSTIMA QUE SEA UNA PERDIDA" TEATRO "35" AÑO 1962

La producción del espectáculo no escatimó en gastos, merced a que la empresaria Aurelia pasaba por uno de sus escasas rachas de “abundancia”, debido al año que “Pigmalión” llevaba en cartel desempovando cada semana el cartelito “No hay más localidades”.
A mí me terminaron adjudicando un rol secundario pero muy jugoso: el del atolondrado Bergetto, que era el único personaje gracioso dentro del truculento folletín isabelino y que moría trágicamente, cuando era confundido en la oscuridad de una emboscada. Noche a noche, durante el largo año de representaciones de “Lástima que sea una perdida” (que se estrenó en marzo de 1962 y permaneció en cartel hasta fines de diciembre), la escena de mi muerte era unánimemente aplaudida antes que las luces del cuadro se apagasen y hasta hubo funciones en que la platea en tres frentes del Teatro “35” se puso espontáneamente de pie, lo cual me granjeó la antipatía de todos mis compañeros y del propio Ferrán, que mantenía escondidos a varios de sus “favoritos” dispuestos a reemplazarme a la primera de cambio.
Todas las críticas fueron entusiastas para “La perdida” (como se la llamaba burlonamente en todo el ambiente teatral), pero no hubo una que no destacase mi actuación por encima del resto, aun de los protagonistas, que encarnaban una declinante Michele Bonnefoux (moriría de tuberculosis poco tiempo después) y el apuesto pero bastante acartonado Jorge Nicolini.
Noche tras noche, al arribar a la zona de camarines, se encontraban caras nuevas vistiendo los ya gastados trajes. Es que las intrigas “palaciegas” dentro del elenco generaban reemplazos de última hora, con el texto apenas aprendido, con lo cual de todo lo ensayado a lo largo de 1961 al promediar la temporada de 1962 ya no quedaba absolutamente nada.
Durante muchísimos años, el recuerdo de “La perdida” estuvo latente en toda reunión en la que se intercambiasen relatos y anécdotas del mundillo teatral de la calle Corrientes. La mayoría de sus intérpretes ya no están. Y estoy casi seguro que ni siquiera Ernesto Schoo le ha dedicado una de sus ácidas evocaciones en su elitista columna del diario La Nación.

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