sábado, 21 de enero de 2012

LA ESCENA DE "LA ARIALDA" QUE ANTICIPABA CIERTAS REIVINDICACIONES...

En el capítulo de este Blog del viernes 26 de agosto de 2011 cuento pormenores de mi puesta en escena en Buenos Aires, en 1968, de “LA ARIALDA”, el tremendo melodrama de Giovanni Testori que en su première en Milán, unos años antes, le había significado a Luchino Visconti sufrir una vez más en su ilustre carrera de director teatral y cinematográfico, el terrible latigazo de la censura.
De hecho, el tema central de “LA ARIALDA” es casi un desafío, una suerte de “provocación” a la tolerancia de los censores más “condescendientes”. Una solterona guaranga que lucha con su rival, una viuda llegada a Milán desde Catania, por el mísero amor de un verdulero otoñal, que a su vez se deja seducir por una prostituta jóven necesitada de dinero; un cortejo de personajes secundarios sacados del lumpen de los barrios marginales y el hermano homosexual de Arialda, llamado Eros, que por su belleza es “actor” de fotonovelas, que se enamora perdidamente de Lito, un adolescente con rostro angelical pero alma de demonio, a quien compra una motoneta con la cual muere estrellándose...
El lenguaje de Testori es hiriente, procaz, casi nauseabundo a lo largo de toda la historia; las situaciones tienen en todo momento una carga de sensualismo grosero, rayano en lo pornográfico...y sin embargo la obra alcanza una elevación, una grandeza de tragedia clásica que la redime de la vulgaridad de su apariencia, porque lo que ha buscado su autor no es el escándalo sino la piedad frente al imperio de los instintos primarios que acometen a los seres que son víctimas del desamparo social y la indiferencia de los poderosos.
Procurando aportar un destello de “dignidad” a una de las escenas más riesgosas de la obra, decidí convertir al encuentro del pervertido Eros con el supuestamente inocente Lito en ese lugar clandestino de las afueras de Milán, el Hidroscalo, (el mismo donde Visconti sitúa el asesinato de Nadia a manos de Simone, en el final de “Rocco y sus hermanos”, también escrita por Testori), en una suerte de “poema romántico” de exaltación de la atracción homesexual.Hice aparecer a Lito entre el follaje de la decoración (un escandalosamente bello Fernando de la Riestra), nimbado por un reflector azulado dirigido hacia la platea que prácticamente tornaba fantasmal su figura. Un poco detrás de él llegaba Eros (el también muy jóven y apuesto Osvaldo Brandi, que triunfaba en esos momentos en “Simplemente María” en el Canal 9), que se recostaba en actitud insinuante sobre una rampa inclinada, casi al borde del escenario del Teatro 35 y al alcance de los espectadores de la primera fila.
Como de la nada comenzaban a surgir, muy tenues, los acordes del Adagio de la Séptima sinfonía de Anton Brucker (que Visconti utilizara en la caminata nocturna de Alida Valli y Farley Granger en “Senso”). Muy lentamente Lito se inclinaba sentándose en cuclillas a la vera de Eros. Su mano temblorosa iba desabrochando uno a uno los botones de la camisa color salmón de Eros. Cuando esa misma mano comenzaba a descender hacia el bajovientre de Eros, el haz de luz azulado se iba diluyendo hacia la oscuridad total. En el espacio no se escuchaba ni siquiera la respiración de los muchos espectadores que durante unos cuantos meses asistieron consternados a aquella “Arialda” que, al decir del crítico Juan Arias Ballofet, marcaba un punto de referencia “alto, solitario y aleccionador para todo lo que se hiciese de allí en adelante en el teatro de Buenos AiresEsa escena muda, no pensada ni por Testori ni por el propio Visconti en su criticada versión milanesa, fue (sin yo suponerlo entonces) un aporte anticipatorio a las actuales conquistas en material de derechos igualitarios para las relaciones de personas del mismo sexo. Yo tenía por entonces apenas 28 años y venía sufriendo desde los doce o antes ese oprobioso rechazo discriminador de parte de quienes aun hoy se consideran “dueños de la ley de Dios”.
Por sólo unos breves instantes, merced a un efecto de luz de estilo cinematográfico y a la sublime música de Bruckner, desde un escenario de Buenos Aires, la posibilidad de que un encuentro amoroso entre dos muchachos dejase de ser algo sucio y sórdido se había hecho realidad.

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