domingo, 29 de enero de 2012

EL RARO PRIVILEGIO DE LA SOLEDAD Y EL OLVIDO

MAR DEL PLATA EN INVIERNO: UN SITIO IDEAL PARA LOS RECUERDOS Y LOS OLVIDOS...

Obras que estrené en Buenos Aires (concretamente: en Argentina) hace muchos años atrás, no han vuelto luego a las carteleras, montadas por otros directores.
Autores que dí a conocer en el tiempo en que los críticos (tanto para alabarme como para hacerme trizas), me definían como “el jóven y promisorio director”, tampoco han vuelto a figurar en la programación seria de ningún teatro, ni oficial ni privado.
Y sin embargo, fueron aportes significativos, más allá de los resultados (excelentes, apenas buenos, regulares o sencillamente calamitosos), según el gusto personal de quienes los juzgaron.
En el rubro Autores, fueron Giovanni Testori, Georges Schehadé, Junji Kinoshita, Gabor Vaszary, Francisco de Ávila, Henri Mürger, Alonso de la Vega, Menandro, Dylan Thomas, Giovanni Verga, Étienne Jodelle, Sergio Velitti... algunos de los nombres, pertenecientes a distintas épocas, que Buenos Aires conoció a través de mis montajes.
La lista de las obras que me tocó llevar a escena, que merecen ser caratuladas como “primicias para Buenos Aires”, es mucho más larga y no intentaré hacerla en forma cronológica sino a medida que los títulos acudan a mi memoria: “La casa sobre el agua” y “El jugador”, de Ugo Betti; “La marquesa Rosalinda”, de Ramón del Valle Inclán; “Lucrecia Borgia”, de Victor Hugo; “La Arialda”, de Giovanni Testori; “Historia de Pablo”, de Sergio Velitti; “El corazón volante”, de Calude André Puget; “La duquesa de Padua” y “Una tragedia florentina”, de Oscar Wilde; “Los gorriones”, de Gabor Vaszary; “La loba”, de Giovanni Verga; “Fedra”, de Jean Racine; “Escenas de la vida bohemia”, de Henri Mürger; “Un Fénix demasiado frecuente”, de Christopher Fry; “La grulla crepuscular”, de Junji Kinoshita; “El viaje”, de Georges Schehadé; “Magia roja”, de Michel de Ghelderode; “La ofensiva” y “El velo”, de Martha Lehmann; “Mozart y Salieri”, de Alexander Pushkin; “El profanador”, de Thierry Maulnier; “El torrente”, de Nadina de Armas; “El doctor y los demonios”, de Dylan Thomas; “María se porta mal”, “El destornillador” y “El grabador”, de Enrique Wernicke; “La suegra”, de Terencio; “La palabra del diablo”, de Cátulo Castillo”; “Los cautivos”, de Plauto; “Leonce y Lena”, de Georg Büchner; “El díscolo”, de Menandro; “El atolondrado, o Los contratiempos”, de Molière; “Los testigos”, “Los extraviados” y “Pañuelo de llorar”, de Juan Carlos Ghiano; “El día que mataron a Batman”, de Daniel Hadis; “Una corista”, “La novela del contrabajo”, “El malhechor” y “Un carácter enigmático”, de Anton Chéjov; “Correte un poco”, de Alberto Wainer; “La noche de San Juan”, de Henrik Ibsen; “La cita en Senlis” y “Eurídice”, de Jean Anouilh; “La mujer del tambor”, de Sumie Tanaka; “La laguna de los nenúfares”, de Victoria Ocampo; “Los reyes”, de Julio Cortázar; “Por siempre alegre”, de Roberto Cossa...
A los 72 años cercanos a cumplirse uno construye esta lista (en la que probablemente, encima, haya omisiones, como la nueva versión de títulos estrenados anteriormente por otros directores, que son muchos) y se pregunta: “Yo hice todo eso...?”.
Y sí: LO HICE, desde el primer instante de la lectura alborozada, llena de dudas y urgencias... pasando luego por los primeros bocetos “de producción” (siempre quise intervenir en los decorados y sobre todo en las luces y los sonidos; en una palabra: en el montaje integral de cada obra)... buscando luego afanosamente el elenco “ideal” (que por lo general no se consigue; le pasó casi siempre al mismísimo Visconti)... y recalando por último en esos meses de ensayos, febriles, atormentados, llenos de altibajos, de hallazgos de un día y decepciones al día siguiente... hasta esa noche del estreno ante el público y los críticos (una variante de la especie animal que debería estar en extinción en lugar de otras más benévolas).
El estreno... la noche de la Verdad, la que culmina con un aplauso frenético saturado de “Bravos”, o con el prudente silencio de los que optan por retirarse de la sala bajando la vista...
Cuánto hice... y cuánto quedó sin hacer...! Cuántos proyectos postergados que nunca concretaré y que parecieran no interesarle a nadie más que yo...
El obligado cierre del Teatro de la Universidad de Buenos Aires en 1983 determinó que luego de un intento inconducente (el del “Drama-Lab” en el Centro Cultural de La Recoleta, en 1985) yo decidiese abandonar el teatro para siempre. De entonces a hoy, fines de enero de 2012, han pasado largos 27 años vacíos, inertes...
Para un hombre de teatro (creo haberlo sido en todo lo cabal del término) veintisete años sin teatro son veintisiete años NO VIVIDOS... una suerte de vida latente en estado vegetativo.
Salvo lo que estos Blogs intentan recuperar para una borgeanamente hablando “vana memoria”... no hay registro de todo eso hecho por mí en el teatro de mi país (Argentina) entre 1956 y 1985, salvo una breve reseña en el “Diccionario de Directores y Escenógrafos del Teatro Argentino”, obra de la investigadora Perla Zayás de Lima (Galerna, 1990).
Pero LO HICE. Huellas marcadas en mi cuerpo y en mi todavía alerta recuerdo, dan fé que LO HICE. Me quedan mis largos paseos por las calles arboladas y las playas (cuando están desiertas) de mi amada Mar del Plata y dicho de alguna manera: EL PRIVILEGIO DE LA SOLEDAD Y EL OLVIDO...

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