domingo, 23 de septiembre de 2012

MI RECHAZO A LA COSTUMBRE DEL MALDITO SOFÁ EN EL MEDIO

Alejandra Boero lo decía con esa claridad meridiana que la caracterizaba: “Ariel Quiroga es el mejor puestista de Buenos Aires”. La duda que me generaba esa afirmación en boca de alguien que no se andaba con medias tintas a la hora de afirmar algo, era: “Ofelia (Alejandra en realidad se llamaba Ofelia) me está elogiando... o en realidad me está destruyendo al usar la palabra “puestista”...?”. Los “puestistas” en el teatro de prosa son algo así como el equivalente del “regisseur” en el teatro lírico: los encargados de marcar los desplazamientos de los intérpretes o los cantantes sobre el espacio escénico. En el mundo de la ópera llegar a ser un consagrado “regisseur” es un mérito enorme, por lo difícil que es lograr que esas moles de piedra con gargantas de ruiseñores, que suelen ser (o eran) las sopranos y los tenores, salgan de su acostumbrado estatismo para intentar algunos movimientos que simulen ser personajes reales, sobre todo en obras como “La bohème”, “Cavallería rusticana” o “La traviata”, en las que los sucesos del drama deben apoyar la música con el mayor realismo posible. A diferencia de la ópera, en el teatro de prosa se tiene ( o “se tenía” en mi época) en muy poca estima a los directores escénicos definidos como “puestistas”. La valoración de la crítica y sobre todo del gremio actoral iba destinada a aquellos directores considerados “introspectivos” cuya labor, al parecer, había penetrado en lo profundo del ser de cada comediante, dejando librado a sus propias reacciones resultantes el momento y oportunidad de los desplazamientos. Hubo en la historia un director de escena célebre por “dibujar” sus puestas en la soledad de su estudio, sin la cercanía de los actores, y trasladar luego ese diagrama prefijado e inamovible a los ensayos. Me refiero a Gordon Craig (1872 – 1966), autor de la discutible teoría de la “supermarioneta”, que consistía en manejar a los actores de un modo similar a como maneja el titiritero mediante hilos a sus muñecos de estopa. En oposición a este sistema y bajo un concepto inmensamente más abarcativo, me inclino por ubicar a Max Reinhardt (1873 – 1943), definido como “el totalizador”, un realizador al que se menciona como el creador del expresionismo escénico, mediante el uso amalgamado de la luz, la música, el uso de los objetos y una casi perfecta fusión del naturalismo estático con una continua sensación de movimiento para expresar las tensiones internas de la obra dramática. Confieso que ni siquiera había oido hablar de Max Reinhardt cuando en los años de fines de la década del sesenta (1967 a 1969), que fue cuando estoy seguro de haber creado mis puestas en escena más logradas, un crítico y ensayista de nota (Herman Mario Cueva), comentando mis trabajos para “La Arialda”, de Testori; “El viaje”, de Schehadé; “Eurídice”, de Anouilh o “Magia roja” de Ghelderode, afirmó en la revista Talía de Emilio Stevanovich: “El jóven director Ariel Quiroga apunta con su creatividad tan infrecuente en el teatro de nuestros días, a convertirse en una reencarnación de aquel mítico Max Reinhardt”. Yo no “dibujaba” los movimientos en mi casa, a la manera de Craig; los iba imaginando durante los ensayos, a medida que el contacto con los cuerpos de los actores, de algún modo, me los “imponían”. Reconozco que a menudo se generaban reacciones hostiles. A los actores no les gusta que se los revuelque por el piso ni se los coloque de espaldas a la platea o entrelazados sus cuerpos con el de uno o más de sus compañeros, cuando recitan sus parlamentos. Los actores (sobre todo los llamados “profesionales”) aspiran a que se los deje libres, paraditos lo más cerca posible del borde del escenario, de frente al público y concentrados en recordar su texto sin tener que pensar en movimientos complicados mientras lo dicen. Lo debo haber recordado en algún otro capítulo de este Blog: llegaron a definirme en algunas críticas como un “eximio malabarista” y hasta como un “prodigioso alquimista”. Era para tanto...?. No creo. Sin proponérmelo, busqué una forma de expresar mis concepciones escénicas basándome, tal vez equivocadamente, en mi pasión por el cine. Esa infinita sucesión de imágenes que el cine nos proporciona mediante los artilugios del montage, traté de trasladarlas a la habitual quietud del espacio escénico. Será por eso que el titular de una de las críticas sobre mi puesta de “El doctor y los demonios”, de Dylan Thomas, rezaba: “PARECE CINE, PERO ES TEATRO”. También hubo algún otro titular, sobre otra de mis puestas en escena, con una definición menos benevolente: “EL VÓMITO NEGRÍSIMO”. Cual de ellos tendría razón...?. De dos cosa me jacto con infinita vanagloria: 1º) Jamás utilicé un sillón en el medio, con los actores dando vueltas alrededor, como se usa invariablemente en la mayoría (en la totalidad) de los espectáculos teatrales. 2º) Jamás en un comentario crítico sobre alguna puesta mía se dijo “CORRECTA LA DIRECCIÓN DE ARIEL QUIROGA”. Para bien o para mal, huí de la “corrección” como se huye en las islas del Pacífico de la amenaza de los tifones. Por último, sigo preguntándome: “Qué habrá querido decir Alejandra Boero cuando me calificaba como “el mejor puestista de Buenos Aires”...?. La fotografía que sigue, que corresponde a mi puesta de “Lucrecia Borgia”, de Victor Hugo (1968) es un ejemplo típico de mi costumbre de entrelazar a los actores en racimos... todo menos utilizar el gastado recurso del sofá en el medio.

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